Por Silvina Baldino
Verdes, amarillas, azules, rojas, fucsias, violetas, naranjas… Burano es una de las ciudades más coloridas del mundo y basta poner un pie en la isla para sentirse dentro de un dibujo de un niño. Sus fachadas de colores conforman lo mejor de esta pequeña y encantadora isla cercana a Venecia.
Perderse por sus calles es de lo más atractivo de Burano. En tan sólo dos horas habrás recorrido todos sus rincones impresionándote con algún lugar, alguna puerta entreabierta que te permitirá echar una mirada al interior de la casa, alguna mujer que plasma su creatividad en los encajes de hilo, la iglesia de San Martino con su campanario torcido a causa del hundimiento subterráneo, los canales con los pescadores y alguna charla con los habitantes de Burano.
Lo que se puede ver en este pequeño pueblo de pescadores no es un simple decorado. Los botes amarrados en los canales internos de la isla son parte de la actividad local, y la estridencia cromática de las edificaciones tiene su razón: sus casas fueron pintadas para que los pescadores las identificaran desde lejos cuando volvían del mar en días de niebla.
Fuera de las calles más comerciales que revelan la identidad buranesa con los famosos encajes artesanales que se venden en las tiendas cercanas a la plaza Galuppi, junto a la iglesia San Martino, se puede pasear tranquilo por un pueblo mixturado: hombres pescadores y mujeres artesanas. Cuando el viento sopla, agita la ropa colgada en sogas por todas partes, en los frentes y en los patios comunes similares a la vecindad, otro rasgo de la postal.
Hay que perderse caminando entre los recovecos silenciosos y apacibles, darse un tiempo para sentarse en un bar con un vaso de cerveza refrescante en la mano o algún croissant relleno de auténtico prosciutto italiano.
Burano se acaba en pocas cuadras. Cuando el vaporetto vuelve a zarpar rumbo a Venecia, atrás quedaron las historias de los tímidos pobladores con los vibrantes colores de una isla que conserva su espíritu apacible y mágico.